Educación
Adolfo Sánchez
Aprender de verdad
Un día, hace casi veinte años, recibí una llamada del Réfous. Era Piedad para decirme que fuera al colegio porque Monsieur quería hablar conmigo. Yo estaba empezando mi vida laboral como ingeniero industrial en una empresa farmacéutica, después de haber estado en Francia, en una bellísima ciudad llamada Aix-en-Provence, en donde, además de desempolvar lo que había aprendido en las clases de francés del colegio, había estudiado apicultura. Monsieur sabía que yo estaba lleno de rabia y tristeza por haber dejado los salones en los que enseñaba matemáticas para pasar los días encerrado en un edificio, frente a un computador, en lo que yo —con sumo desprecio— llamaba el mundo corporativo.
Monsieur me dijo que iba a abrir un curso vocacional de apicultura y quería que yo fuera el profesor. Yo me emocioné y acepté inmediatamente. Mientras caminábamos por el colegio en búsqueda del mejor sitio para el apiario, Monsieur me contó que su abuelo había tenido abejas y que él, cuando era niño, lo había acompañado muchas veces a visitarlas; me dijo que ellos no usaban trajes ni ahumadores, solo el humo del tabaco que fumaba su abuelo. Después de un rato, encontramos el sitio ideal: era un lugar cerca de la huerta, en donde empieza la montaña, un paraje lindísimo y un poco misterioso, protegido por una roca, rodeado de árboles y flores, con una vista privilegiada hacia el oriente. Un verdadero refugio lleno de vida.
Después de nuestra caminata, Monsieur me enseñó que una buena clase nunca puede ser como una “visita guiada a un museo”. Usó como ejemplo una clase de filosofía en la que los estudiantes, en vez de vivir la filosofía, se sientan a oír a un profesor que les dice: “Este es Sócrates y estas son sus principales ideas. Por este otro lado está Platón…”. Fue enfático en que en el curso de apicultura, los estudiantes tenían que hacer las cosas, no yo. No se trataba de que yo les montara un apiario y después los llevara a pasear para que vieran las abejas. Ellos tenían que aprender a hacer todo el trabajo que se hace realmente en un apiario.
Aprender a hacer las cosas de verdad, sin importar si se trata de algo artístico, práctico, manual, intelectual, abstracto o concreto, hace parte de la esencia del Réfous. Las vocacionales y las matemáticas son excelentes ejemplos de esto. Cuando aprendemos a cultivar, a tejer, a cocinar o a trabajar la arcilla, aprendemos a hacer algo de verdad, tenemos que ensuciarnos las manos. De igual manera, cuando jugamos con las regletas, las flechas de colores y los conjuntos, aprendemos matemáticas de verdad. Explorar Pi punteado, P nueve o la Topología usual es infinitamente mejor que repetir como autómatas las tablas de multiplicar o ejecutar operaciones básicas una y otra vez, si lo que se quiere es aprender a pensar de verdad, con rigor y creatividad.
Siguiendo las instrucciones de Monsieur, procuré que mis estudiantes aprendieran, de verdad, a instalar un apiario, cuidar las abejas y cosechar los diferentes productos de la colmena. Todos los sábados, después de hablar con Monsieur, me encontraba con mis estudiantes y juntos caminábamos hasta nuestro salón de clase: un claro en el bosque en donde leíamos, discutíamos, jugábamos y compartíamos comida antes de prender los ahumadores y prepararnos para entrar al apiario. Sin saberlo, cada uno de mis estudiantes me ayudó a retomar el gusto por la vida después de ese corto paso por el espantoso mundo de las grandes corporaciones. Nunca olviden cuánto los quiero. Enseñando el arte de criar abejas aprendí muchas cosas, fui feliz y me animé a tomar decisiones importantes.
Poco después de haber empezado a enseñar apicultura en el Réfous decidí dedicarme de lleno a la educación, ya no como una actividad paralela sino asumiendo el ejercicio de aprender y enseñar como mi oficio, como mi forma de vida. Renuncié a mi trabajo como ingeniero, volví a la universidad para hacer una maestría en educación y seguí yendo todos los sábados al Réfous. Yo creo que a Monsieur le gustó mi decisión; siempre me apoyó y me animó, pero también me hizo ver lo lejos que estaba de ser un profesor de verdad. Con el tiempo, y gracias a él, entendí que cualquiera puede dar una explicación, y que algunas personas explican mejor que otras, pero eso poco tiene que ver con ser un buen profesor. Ser un buen profesor es algo mucho más complejo que saber explicar bien.
Todos los sábados yo llegaba muy temprano al colegio para hablar con Monsieur antes de ir al apiario. Él siempre estaba oyendo música; me preguntaba si sabía qué oíamos y cuando yo respondía que no —que era casi siempre—, él me enseñaba. Después me preguntaba qué había hecho de nuevo, qué había aprendido, qué ideas tenía para el curso de apicultura y cuándo íbamos a tener miel. También me preguntaba qué sabía yo de algún tema y mi respuesta, al igual que con la música, casi siempre era que no sabía nada. Monsieur escribía una referencia en una cartulina recortada, me la entregaba, me miraba y me decía con voz firme: “¡Para la próxima semana!”. Esa era mi tarea. Por lo general, era algo de educación, filosofía o matemáticas.
Tuvimos esas charlas durante más o menos dieciséis años. Al principio, cuando yo era profesor de apicultura, caminábamos por el colegio mientras hablábamos. Después, con el paso de los años, las caminatas se hicieron más cortas y el tiempo que pasábamos sentados en alguno de los jardines del colegio se hizo más largo. Al final, los últimos años, nos quedábamos todo el tiempo en la oficina, ya no estábamos solos, había muchos silencios —que de ninguna manera eran incómodos— y yo me quedaba con él casi toda la mañana. Cuando Monsieur murió, yo sentí una tristeza muy profunda, miedo y un enorme vacío.
¡Cómo me hacen de falta esas charlas con Monsieur, mi gran maestro, a quien siempre recordaré con infinita gratitud!